Fuera de la Caverna parte 2/2

Fuera de la Caverna parte 2/2


La caverna, como símbolo, fuera de la alegoría platónica, puede tener connotaciones que resuenen en nosotros y valgan para sentirnos aunque sea vagamente familiarizados con ella. La caverna como sitio oculto: un lugar donde difícilmente nos encuentren y nos protejamos así de animales salvajes, un sitio donde podamos guardas cosas secretas. La caverna como lugar de encierro: un lugar de confinación, exilio del leproso, guarida para rehenes, etc.

La caverna como lugar de un encuentro místico: en un lugar así se puede iluminar un ser, el ermitaño entra en honda complicidad consigo mismo, el indio de una tribu se abandona a la meditación y al encuentro con fuerzas del más allá, el filósofo se aísla para encontrar la esencia de las cosas, el buscador se encuentra a sí mismo. Todo esto puede simbolizar la caverna. Pero en el caso del mito de la caverna de Platón, su sentido es único y distinto: primero es una mera metáfora, donde desaparece su materialidad, su literalidad, y se refiere a la limitación que comprime la estrechez de un significado único, cuando alguien se cierra y no deja hueco para que nada entre allí salvo lo que él mismo percibe con sus sentidos y no cree que exista más realidad que la él mismo percibe. (¿Conoces de casualidad a alguien así?).

Luego, ya dentro de la caverna, el simbolismo continúa. En el interior de la caverna se vive un mundo ilusorio, pero en mal sentido: de meras imágenes como ilusiones ópticas. Aquí es importante citar la definición que da el diccionario de la palabra ‘Ilusión’: “Falsa percepción de un objeto que aparece en la conciencia distinto de cómo es en realidad, a causa de una interpretación anormal de los datos de los sentidos”. Sigo..., dentro de la caverna, acostumbrados a este sucedáneo de la realidad, los hombres no se plantean siquiera la posibilidad de un horizonte más vasto. Hay un elemento de confianza con actitud ingenua en el hombre dormido que confunde la imagen con lo real. Esta confianza no es para Platón más que el síntoma de la ignorancia, enteramente distinta a la confianza del sabio. En el marco del sistema platónico es obvio que la caverna simboliza el estado natural del ser humano que no ha emprendido su propio camino hacia el conocimiento: es el ignorante que toma el mundo sensible como verdadero, que toma lo aparente como real, que cree sólo en lo ve.

La imagen, en este sentido, no tan solo es una carencia de concepto, sino un concepto errado. La caverna es, pues, el lugar de la apariencia como error, de la vida en la mentira, del auto-engaño, de las vanidades, de la mundanidad que nos separa de la vida verdadera y del conocimiento de lo esencial, es el lugar donde la ilusión se toma por auténtica. Profundizando más en el análisis, la caverna es el lugar del No-ser, de un mero acontecer que es siempre distorsión. En lenguaje más moderno, la caverna es la pantalla de la falsa conciencia, del yo falso, de la neurosis, de una vida gregaria vivida solo y a través de los mandatos del ego. La caverna es un lugar donde ni siquiera la felicidad puede ser real, donde nadie puede ser feliz más que en el error, el auto-engaño, la superficialidad, la banalidad. La caverna es, pues, el lugar de la ignorancia de lo que realmente es, y más específicamente, es la ignorancia en tanto prisión.

También la caverna del mito platónico es el lugar de los sentidos, de la materialidad de las cosas, de la carnalidad, de la sensualidad, del placer de los cuerpos, de la cotidianeidad, de la competencia, de lo efímero, de lo que pasa, de las sombras, es el reino de la contingencia con todo lo que ese reino trae: el de las cosas que no dejan huella, que se borran y se disuelven en un devenir gratuito. Con todo lo que comento, queda claro que la caverna es el imperio del ego.

La caverna es un lugar del cual cuesta trabajo salir; hacerlo no es fácil, sino necesariamente desafiante, “experiencia-límite” en que el sujeto es exigido en lo máximo de su carácter, de su temple y resistencia, de su perseverancia por buscar la verdad, de su arrojo y convicción en que existe algo más allá de lo evidente. La caverna es la gran prueba a superar. Es el lugar de la lucha tanto para salir como para iluminar cuando se regresa; pero también es el único lugar desde el cual partir hacia la verdad y hacia el cual volver con la verdad. Cuando alguien, en esta metáfora, se atreve a voltear la cabeza hacia una Nueva Conciencia, deja de apropiarse de aquello que era su tibio hogar que, si bien irreal, lo conocía a la perfección y merecía ingenua confianza. A cambio de eso, nos encontramos arrojados a la intemperie, soportando a duras penas la luz deslumbrante de esta Nueva Conciencia que aún no hemos asimilado y que nos acosa como algo que no reconocemos. No nos hemos apropiado de esta realidad superior, nos encontramos ante una súbita expansión de nuestra información y nuestra percepción, ante una visión de lo real que no esperábamos, pero que debemos integrar a nuestro ser. Hasta ese entonces empezamos a reconocer como ilusorio lo que siempre tomamos como verdadero.

No es casual que en el mito de la caverna la imagen sea la del fuego: algo que quema y espanta la mirada. El ser humano se resiste a renunciar a aquello que siempre consideró como realidad, “le quema” hacerlo. También le causa dolor tomar conciencia de que su mundo se derrumba, de que nunca fue más que apariencia o consecuencia de algo que no conocía. La verdad deslumbra, al principio ilumina pero enceguece al mismo tiempo. En ese momento existe la tentadora opción de regresar a las sombras, pero ahora con una sensación de que se pierde el encanto ya que se habrá de vivir con la conciencia del autoengaño, pero si se renuncia a las sombras, duele renunciar a todo lo que uno ha creído ser.

Con este análisis que siempre quise hacer desde hace muchos años y que hasta hoy encontré la inspiración y el momento ideal para mostrártelo, te puede asegurar que la auténtica felicidad está fuera de la caverna porque allí están la verdad y la idea del bien supremo. Una vez que vives Nueva Conciencia (fuera de la caverna), el interior de la caverna se convierte en desgracia, en falsa felicidad. Sólo una vez fuera de la caverna la desgracia de la lucha y el dolor (ego) se transmuta en plenitud, verdad, máxima revelación, aparecer original y originario, desde el cual todo aparecer se explica, es un hermoso despertar (espíritu).

Una cosa es clara para Platón –y para mí—: Desde el punto de vista de la Verdad, no hay felicidad auténtica dentro de la caverna. Importa aquí mucho el simbolismo que Platón asigna a su caverna en tanto a reino de la ignorancia y prisión... ¿Cómo puede ser verdaderamente feliz uno dentro de una prisión? Este es el elemento decisivo en la cuestión de la felicidad para Platón: desde el momento en que la ignorancia asume la forma de cautiverio, entonces difícilmente se la puede compaginar con una vida feliz. Precisamente porque la libertad está fuera de la caverna y sin libertad la felicidad resulta casi impensable.

Observa las asociaciones que Platón hace a su caverna, lo que hoy yo explico cómo manifestaciones del ego: mundo contingente, sensible, carnal, material, cotidiano, discriminatorio, figurativo, rindiéndole culto a la imagen y a la apariencia, un mundo de prisión, encierro y ahogo. Lo sensible, lo falso y lo no-libre se juntan en la caverna. Lo sensible es una cadena aquí, atenerse a las imágenes es otra cadena, creer que solo somos cuerpos es otra cadena. Para Platón libre es aquel que conoce el valor real de aquello por lo cual opta. Y eso no sucede dentro de la caverna. La aparente felicidad de los hombres aprisionados en la caverna lo es en sentido degradado, pues no es el resultado de ninguna opción ni de ninguna valoración verdadera.

¿Cuál es el mensaje hoy aquí? Saber que existe la opción de Nueva Conciencia en todo lo que eres y haces, es decir, fuera de la caverna. Hasta hoy te puedo asegurar que se trata de la experiencia de la auto-transformación radical, la apertura a un cambio en lo más profundo de sí mismo, la posibilidad de ser más verdadero, de conocer más verdaderamente, de la contemplación directa, de lo que he llamado el verdadero éxito en la vida. Resulta en ironía de juego de palabras cuando se comprende que para salir de la caverna implica adentrarnos más y más a nuestro profundo interior. El vivir aprisionado dentro de la caverna es sólo ver hacia fuera de nosotros mismos y creer que esas imágenes es lo único que hay.

Fue solo un existencialista como Nietzche –de hecho fue el primero— quien sugirió explícitamente que abandonáramos la idea completa de “conocer la verdad”. Esperaba que una vez concientes de que el “mundo verdadero” de Platón (fuera de la caverna) solo era una fábula, buscaríamos consuelo al construir nuestra propia mente y ser felices con lo que hiciéramos con nosotros mismos. Sin duda existe un tipo de felicidad dentro de la caverna, es decir, en la ignorancia. Existe la teoría de la felicidad de la ignorancia, mucha felicidad puede haber ahí sin duda. Pero no es sino hasta que elegimos salir de la caverna que observamos aquella primera felicidad como falsa. Ya nada se compara con la felicidad de vivir en verdad. Pero esta solo la puede comprender quien se ha atrevido a salir. Tú eliges. Vivir dentro de la caverna o salir. Elegir entre la individuación o la fusión con el todo. He llegado a reflexionar en lo que sucedería si nos quedáramos precisamente en el umbral de la caverna, donde se encuentran el inicio de la máxima felicidad y el principio de la máxima desgracia. Miramos hacia fuera y deseamos el acceso a las verdades universales que nos dispensen de pensarnos y de justificarnos y que nos auguran una inmortalidad del ser. Miramos hacia dentro de la caverna y queremos ser específicos, individuales, irrepetibles y libres de todo dios. En el umbral de la caverna podemos encontrar momentos irrepetibles donde abrazamos felicidad en ambos lados. Pero también abrazamos momentos de orfandad, donde no pertenecemos del todo a la trascendencia y a la verdad y donde tampoco logramos retenernos a nosotros mismos en felicidad individual porque ya conocimos el otro lado. La modernidad se debate en esta tensión y transita por este péndulo dentro y fuera de la caverna (ego-espíritu). De ahí su coqueteo simultáneo con la eternidad y con la contingencia, con los placeres carnales y materiales al tiempo de un éxtasis espiritual y paz.

Quizá parte de la maravilla que significa ser humano sea precisamente descubrir nuestra dualidad ubicados en el umbral de la caverna. Jugar los juegos del ego, pero tener la bendita conciencia de que es precisamente eso, un mero juego. Hay liberación cuando ya no se le toma tan en serio a estos menesteres de la imagen y de la competencia. Al tiempo que podemos elegir cerrar nuestros ojos y lograr ver así fuera de la caverna, acogidos en la trascendencia y comunión con Dios. Sin duda es una bendición la oportunidad de ser humanos.


Podemos vivir y experimentar dentro y fuera de la caverna. Eso ni un ángel lo puede realizar, ellos siempre están afuera. Hoy quise compartirte las reflexiones que han rondado por mi cabeza a últimas fechas, momentos intensos de mi vida personal y espiritual. Por eso tardé un poco en escribir y publicar. Pensaba y pensaba. Pero hoy aquí estoy devuelta contigo. Festejando la maravilla que Dios nos da cotidianamente, mientras sigamos dentro de nuestro cuerpo, de ser humanos. Te invito a que por lo menos te asomes fuera de la caverna y cuantas veces quieras aprecies ambos lados de ella. Es hermosa la vida de un ser humano en virtud de tal. ¿Te gustaría saber cómo salir de la caverna? Una de las formas más eficientes para lograrlo, y difíciles a la vez para miles de personas, es esta: ¡Lee! En la lectura hay liberación, pero por lo que veo, tal cual Platón hizo alusión, es un camino escarpado. No me cansaré de insistirte: ¡Lee! Y tú bien sabes a qué tipo de libros me refiero para que leas. Aquellos que te recuerdan quién eres en verdad. Lee.

Saber que puedes salir cuando lo elijas en verdad, será, como a mí me ha pasado, una de tus más poderosas fuentes de emoción por existir.

Del Taller de Autoestima Volumén 1 de Juan Carlos Fernández