Las cosas son como son, pero cómo serán depende de ti

Las cosas son como son, pero cómo serán depende de ti


Las cosas son como son, pero cómo serán depende de tí

Imagínate sentado en la orilla de un río caudaloso. La única manera segura de cruzarlo es utilizar una serie de piedras resbalosas, cubiertas de musgo, que apenas sobresalen de la veloz corriente.
En cuanto comienzas a cruzar se torna obvio que la mejor manera de pasar a la piedra siguiente es plantar con firmeza los dos pies en la que tienes abajo. Con ambos pies bien afirmados, logras un máximo de equilibrio y estabilidad para hacer el movimiento siguiente. Tu único punto de equilibrio es la roca que tienes abajo. En ese momento no hay más alternativa ni posibilidades de estar en otra parte. Si te lamentas por las circunstancias, sólo conseguirás distraer tu atención de la tarea pendiente: llegar sano y salvo al otro lado del río. Si te sientes víctima ("¿Por qué yo?" "¿Qué he hecho para merecer esto?","Yo no debería estar aquí") no harás sino aumentar las probabilidades de terminar cayendo al agua, casi como para demostrar que eres realmente una víctima digna de compasión, algo muy frecuente en nuestra cultura.

 Las cosas son como son, pero cómo serán depende de ti
"Tú eliges si lo mejor de tu vida ya paso o está por venir" ~ Alejandro Ariza

Apartar tu atención del punto donde estás y reduce dramáticamente tus posibilidades de alcanzar el objetivo, aumentando las de acabar en las mismas circunstancias que deseabas evitar.
Trata de saltar velozmente de una roca musgosa a la siguiente y, con toda probabilidad, te encontrarás en el agua, mojado y debatiéndote. Pero si mantienes tu atención exactamente en el sitio donde estás, deteniéndote para recobrar el equilibrio después de cada paso, con lentitud, firmeza y constancia, puedes pasar de piedra en piedra, por muy resbaloso que sea el camino.

En la vida, afirmar bien los pies es aceptarse uno mismo y aceptar las circunstancias actuales, por mucho que deseemos ser diferentes o estar en otro sitio. La renuencia a aceptarlo conduce a la frustración con respecto a las circunstancias actuales, al enojo por los hechos pasados y los actos ajenos, a la culpa y los remordimientos por la conducta propia, y a la pérdida de coraje y confianza en tu capacidad de manejar lo que sucede a tu alrededor. Reconocer y aceptar las cosas tal como son no equivale a darse por vencido ni a renunciar al futuro que se desea. No significa que estés satisfecho ni que te hayas vuelto complaciente. Por el contrario: al aceptar las cosas como son te pones en situación de ejercer el máximo de control e influencia sobre el futuro, pues operas desde tu único punto de poder: el momento actual.

Tu estrategia es concentrarte en el presente

Desde ahora en adelante, dondequiera te encuentres atrapado en las emociones del pasado, incluidos el enojo, la culpa y la falta de seguridad, di para tus adentros y hasta en voz alta: "Las cosas son como son". En los últimos veinticinco años lo he repetido miles de veces. Cuando te encuentres empantanado en los hechos negativos del pasado, utiliza esa afirmación para volver a lo actual, una y otra vez, hasta que ocurra casi automáticamente. En ese punto descubrirás que el pasado está perdiendo su asidero emocional.

Con el correr del tiempo, mediante la repetición constante de este procedimiento, perderás toda fijación emocional con el pasado, sin que importe qué ni cuánto te haya ocurrido.

Recuerda que el pasado ya no es real. Tu única realidad es el momento actual. Tu pasado es sólo una serie de pensamientos que tanto pudiste sacar de una película como de tu propia experiencia. Ese caudal de pensamientos no puede dominar tu vida ni tu futuro, a menos que tú le permitas ocupar tu mente y distraer tu atención de la tarea que tienes entre manos. Cuando eso ocurra, recobra el mando de tu propia mente fijándola de nuevo en el momento actual.

No fue en los libros de psicología donde aprendí la importancia de descartar el pasado. En mi propia vida, la niñez difícil no era una teoría, sino una realidad. He compartido con miles de personas lo que me vi obligado a aprender por experiencia propia, y ellas han podido utilizar las mismas técnicas y estrategias para liberarse del poder que el pasado tenía sobre ellos.

Mis padres se casaron en Chicago, en 1937. Un par de años después se mudaron a la pequeña ciudad de Decatur, Illinois, a unos trescientos kilómetros de allí, donde mi padre aprovechó sus habilidades de vendedor para instalar una empresa de remodelación de viviendas, que se especializaba en tejados, revestimientos y, más adelante, en un producto nuevo llamado Perma Stone. Como sabía administrar una empresa y rodearse de las personas adecuadas, no pasó mucho tiempo sin que la pequeña C. J. Company, instalada a duras penas, lograra un éxito descomunal para las posibilidades de una ciudad pueblerina. Pronto mis padres eran socios de todos los clubes adecuados y formaban parte de la elite de Decatur; entonces compraron una encantadora casa de tres plantas y tres dormitorios, en el elegante sector oeste de la ciudad. En esa década, la de 1940, nacimos mi hermano y yo; nos criamos con todas las ventajas: criadas, niñeras, dos autos nuevos, una buena escuela e increíbles vacaciones que duraban semanas enteras y hasta meses.

Según todas las apariencias, mis padres tenían todo lo que una pareja podía desear. Pero por bien que supieran manejar su vida social y empresaria, resultó obvio que nadie les había enseñado a vivir la existencia personal. Con cada éxito comercial se iban separando más y más; mi madre pasaba todo el día en el club campestre, donde perdía grandes sumas de dinero en las máquinas tragamonedas; mi padre se ausentaba cada vez más de casa, con un desfile de mujeres, según decían algunos, o en excursiones de caza, según otros; en verdad, combinaba las dos cosas. Las discusiones se fueron haciendo más violentas, pues los dos bebían mucho. Cuando menos una vez por semana, mamá llamaba a la policía para que arrestaran a mi padre, pero como el jefe del destacamento era amigo de él y socio en varias empresas de juego, nunca lo retenían por mucho tiempo, con lo que ella se enfurecía aún más. Debido a esos problemas personales y a que mi padre dedicaba más tiempo a beber con sus socios que a las ventas, la empresa empezó a declinar rápidamente.
Una noche, tras la pelea definitiva, mi padre atravesó una puerta de vidrio con el puño y se fue, sangrando profusamente sobre la alfombra. En adelante lo veríamos una vez al año, generalmente para Acción de Gracias y a veces en Navidad, ocasiones en que mi madre le permitía visitar a sus hijos, pero sólo por un par de horas.

El horrible divorcio se concretó en 1953; en el mutuo acuerdo, él dejó la empresa en manos de mi madre, diciéndole que esperaba verla en la calle. En aquellos tiempos los hombres no aceptaban de buen grado las órdenes de una mujer, mucho menos si se trataba de albañiles y de una mujer tan exigente y autoritaria como mi madre. Un año después la empresa estaba en quiebra.

En un intento de salvarla, mis padres ya habían gastado todo el dinero reservado para que mi hermano y yo fuéramos a la universidad. A medida que las cosas empeoraban, mi madre usó también lo que se retenía a los empleados para pagar impuestos. Cuando por fin se presentó la Dirección Impositiva, el recurso se acabó.

Tuve mi primer encuentro con la Dirección Impositiva cuando unas personas se presentaron en nuestra casa de South Westlawn, con un camión de mudanzas, y se llevaron todo lo que poseíamos, incluyendo los muebles, las ropas finas de mi madre, mi tren eléctrico y hasta mi piano.

Lo único que pasaron por alto fue las bicicletas, guardadas en un cuarto debajo de la casa. Todo se vendió en subasta pública y mi madre jamás se recobró de tanta humillación y bochorno. Cuando también se vendió la casa, los tribunales se apoderaron del dinero para pagar lo adeudado. Nosotros tres nos vimos obligados a ocupar una vieja casa de madera, maltrecha y húmeda, que más adelante se vendió en subasta pública por sólo dos mil dólares.

Mi madre, incapaz de soportar esas pérdidas, se hizo alcohólica. En los veinte años siguientes bebió todo un litro de licor cada noche, hasta morir de alcoholismo cuando aún era relativamente joven. Aun así, por la mañana lograba despejarse y, por fin, consiguió trabajo como tenedora de libros; el sueldo era bajo y ella gastaba la mitad en licor y cigarrillos. Aunque sólo pagábamos sesenta dólares mensuales por el alquiler del basurero en que vivíamos, no quedaba mucho para comprar comida.

El alcohol sacó a relucir en ella la ira, el odio y la violencia contenidos. Odiaba a todo el mundo, a la vida, a su ex marido. Cuando estaba ebria también me odiaba a mí porque, según decía a gritos: "Me recuerdas al hijo de puta de tu padre. ¡Eres igual a él!". Todas las noches gritaba a todo pulmón a lo largo de dos horas, hasta que perdía el sentido y todo volvía al silencio hasta la noche siguiente. Mi hermano y yo teníamos prohibida cualquier mención de su vicio. Tras haber perdido cuanto teníamos, a nuestro padre y también a mamá, no teníamos a quién recurrir.

En el curso de dos años, los nocturnos ataques verbales de mi madre cobraron la dimensión adicional de la violencia física; no tardó en romper todo lo que había rompible en la casa.
Cuando mi hermano y yo nos encerrábamos bajo llave en nuestro cuarto, para escapar de ella, apuñalaba la puerta con una cuchilla de carnicero, hasta dejarla hecha astillas. En el principio de mi adolescencia descubrí que, para evitar la violencia, lo mejor era pasar parte de la noche en el salón de billares o dondequiera pudiese demorarme algunas horas. Cuando llegaba a casa, como castigo por mi ausencia, encontraba todas mis pertenencias en el patio delantero, desde la ropa hasta los textos escolares. Si estaba lloviendo todo se embarraba. No había escapatoria. A los trece años, con seis dólares y medio en el bolsillo para el pasaje de tren, huí a Chicago, a casa de mi tía. Ella me envió a casa. Nadie escuchaba. Nadie quería hacerse cargo de la situación. Dos o tres noches por semana, alguno de los vecinos llamaba a la policía, pero esta no parecía capaz de hacer nada, salvo registrar otra denuncia por perturbación del orden público. Nuestra familia era la burla de todo el vecindario.

Con el correr del tiempo las cosas fueron empeorando. Una noche, en la cocina, mi madre tuvo un ataque de ira y me arrojó una cuchilla de dos kilos, mientras yo estaba de espaldas. Sentí el viento de su paso: se enterró dos centímetros en la pared, muy cerca de mi cabeza. Ella estaba furiosa porque mi hermano y yo habíamos vaciado su botella en el desagüe, en un vano intento de impedirle beber. No volvimos a hacerlo. Nuestro único televisor estaba en la sala; si yo quería ver televisión, debía sentarme a menos de un metro de la pantalla, para poder oír pese a los alaridos de mi madre; conservé esa costumbre hasta los cuarenta años, y aun hoy nadie entiende por qué subo tanto el volumen del televisor.

Aprendí a guardar silencio durante todas sus griterías nocturnas, pues decir algo sólo servía para empeorar las cosas. Pero hacia los quince años ya no podía pasar la noche en casa. Mi madre había tomado la costumbre de arrojar cuanto tuviera a mano desde su sofá, a unos tres metros del sitio donde yo solía sentarme. Tenía la cabeza y la cara llenas de moretones; un par de veces se me rompieron las gafas por girar la cabeza en el peor momento. En una de las casas contiguas vivía un policía. El y su esposa sugirieron que, para ayudar a mi madre, era preciso internarla en una institución. Pero cuando me presenté en la sede de tribunales para averiguar los procedimientos, no pude llevarlo a cabo. ¿Y si estaba mal, si cometía un error? ¿Cómo viviría con los remordimientos?

Cuando mi madre descubrió lo que había hecho se puso aún peor. Había noches en que mi hermano y yo, ya más crecidos y fuertes, debíamos llevarla a su dormitorio y atarla con cuerdas a la cama, para impedir que se hiciera daño, nos lo hiciera a nosotros o siguiera destruyendo la casa. Y todo el mundo seguía dándonos la espalda: nuestros parientes, que vivían fuera de la ciudad; nuestro padre, que también era ya un alcohólico desahuciado, y hasta el consejero escolar con quien cierta vez traté de hablar. La respuesta era siempre la misma: "Haz caso a tus padres y todo saldrá bien".

Puesto que no podía hacer mis deberes y trasnochaba fuera de casa, en esos años mis calificaciones habían descendido como una pesa de cinco kilos. Nada en mi vida parecía marchar bien. Me sentía amargado, furioso y lleno de remordimientos, pero al mismo tiempo me preguntaba si, de algún modo, esa vida era en parte responsabilidad mía. Luchaba contra esa situación traumática convirtiéndome en un ser emocionalmente estéril, que no reaccionaba, no sentía ni se interesaba por nada.

Ese es el pasado con que comencé y que pudo haberme marcado emocionalmente, si yo hubiera continuado pensando en él por el resto de mi vida. Pude haber utilizado esos primeros años como excusa para fracasar. Pero hacia la época en que terminé la secundaria y me fui de casa, ya había descubierto que mi pasado no tenía poder sobre mí, salvo el que yo le concediera al revivir mentalmente las cosas horrendas que habían durado años enteros. Comprendí que podía utilizar todo lo soportado para fortalecerme y no para incapacitarme.

Agradezco mi difícil niñez, pues lo que en ella aprendí ayudó a brindarme inspiración y fortaleza para edificar la vida increíble que ahora llevo. Y tú puedes hacer lo mismo, cualquiera sea la situación en que te encuentres en un momento dado de la vida. Descarta la carga emocional del pasado. Cuando lo hagas, los actos que realices y las decisiones que tomes serán elecciones conscientes, que no brotarán de tu situación pasada sino de tu situación presente y de la que desees disfrutar en el futuro.

Usa las pérdidas y los fracasos del pasado como motivo para actuar, no para la inacción. Si has experimentado en la vida un fracaso o una pérdida de cualquier índole, siempre se impone actuar. Pero cuando más hace falta actuar, suele suceder que uno tienda a demorarse y hasta a darse por vencido. Para avanzar hacia el éxito debes hacer lo opuesto a tu primera inclinación y hasta lo opuesto a lo que esperen quienes te rodean.
Una vez que estás abajo, poco importa cómo llegaste allí. Pero si te quedas mascullando, es seguro que allí te quedarás, ahogándote en la miseria emocional creada por ti mismo. A ti te corresponde elegir y efectuar los cambios que te beneficien, en vez de perjudicarte. Afirma para tus adentros, una y otra vez: "Las cosas son como son". Luego entra en acción para que sean como tú quieres.

Si te ha fallado un negocio, si perdiste el empleo o tus pertenencias, si ha muerto un ser amado, si no resulto la relación que iniciaste con tanto entusiasmo, no permitas que tu mente siga reviviendo el pasado. No puedes hacer nada para cambiar o modificar lo que ya ocurrió. Pero sí puedes cambiar tu modo de pensar al respecto. Deja que el pasado se vaya y hazte cargo del presente. Tú eliges: víctima o vencedor. Víctima de tu pasado o vencedor sobre tu futuro. Puedes elegir una cosa o la otra, pero si tu meta es triunfar, tu única opción es deshacerte del pasado.

"Las cosas son como son", de acuerdo. Pero cómo serán en el futuro, eso depende de tí."

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