Inconformes que se quedan.

Inconformes que se quedan.


Llegamos a nuestra habitación escurriendo.

Por debajo de la puerta habían arrojado un sobre cerrado. Lo recogí y revisé el interior. Tenía una pequeña nota con un recado telefónico del doctor Rangel indicándome que lo llamara al hospital de neurología.

Daniel y yo fuimos al baño y nos dimos un regaderazo con agua tibia. Sequé al pequeño con la toalla, le puse su pijama y lo peiné. Necesitaba dinero. Le expliqué a mi hijo que iba a dejarlo solo por un rato para ir a visitar al dueño de la empresa. Mientras él se recostaba en la cama viendo una película, me vestí presuroso y llamé por teléfono al médico. El tono sonó ocupado. Insistí varias veces pero no tuve suerte.

"Llamaré más tarde", me dije.

Recordé a mi esposa y sentí pánico. Ella estaba llevando su barco hacia otras aguas, navegaba con otro rumbo... Además yo era un prófugo que había raptado a un menor. Seguramente no iban a tardar en encontrarme y Daan sufriría las consecuencias de todo ello. Entonces decidí irme del país. Era preciso actuar rápido, con paso firme y seguro si no quería perder la felicidad que había encontrado.

Marqué el número de Karen y le dije que preparara una maleta pues iba a pasar por ella para irnos de viaje...

Rumbo al domicilio particular del accionista mayoritario imaginaba el futuro: el doctor Rangel me tendría que indicar a qué médico acudir en el extranjero; iba a ser complejo cruzar la frontera; seguramente mi hijo y yo habíamos sido reportados a la policía de todo el país, pero si Karen nos acompañaba podríamos pasar como una familia diferente; no sería fácil; requeriríamos falsificar documentos; la idea me asustaba, pero a la vez me entusiasmaba; quizá con el tiempo Daniel lograría olvidar a su madre y querer, como yo, a Karen.

Llegué a la casa del señor Vallés cerca de las diez de la noche. Cuando minutos antes le llamé por teléfono para decirle que me urgía verlo, el anciano se mostró

sorprendido pero no hizo averiguaciones; aceptó recibirme. Ni siquiera preguntó dónde había obtenido su número privado. Yo tampoco puntualicé que Karen me lo había proporcionado.

Su casa no era tan magnificente como yo esperaba. Siempre conjeturé que el accionista mayoritario de la compañía viviría en un palacio, pero no era así. Había amplitud, jardines, un par de criados, pero no lujos ostentosos.

—Me da gusto recibirlo —declaró sonriendo abiertamente—, aunque le diré que su visita me es totalmente inesperada.

—Gracias...

Pasé a la sala, tomé asiento como me lo indicó y, dada mi falta de habilidad para entablar charlas sociales, entré en materia sin siquiera haber roto el hielo.

—Estoy un poco molesto —expresé con voz neutra—. Creo que la elección del gerente general fue un engaño. Esta mañana Jeanette nos citó en su oficina para darnos un discurso muy conmovedor de compañerismo y servicio, pero también nos proporcionó a todos una copia del cuaderno de nueva filosofía, inmediatamente me percaté que ella escribió el artículo sobre calidad humana en el cual el Consejo se basó para la votación. Siempre se supo que Jeanette iba a ser electa pues era la inventora de ese nuevo dogma, así que ¿por qué se nos hizo creer que iba a haber elecciones democráticas?

El anciano me miró unos segundos y tomó la palabra con su serenidad acostumbrada.
—No había nada arreglado previamente. Aunque en efecto yo deseaba que ella fuera designada, la votación fue real...

—Quiero renunciar, señor Vallés.

Su modo afable se tornó enojoso.

— ¿No le parece absurdo venir a decirme eso a mi casa? ¿Por qué no lo hace por los canales normales?

—Bueno... no quise esperar. Además, sólo usted puede autorizar el retiro del fondo de ahorros y mi liquidación de manera inmediata. Voy a hacer un viaje urgente y quisiera solicitarle que me depositen el dinero en una cuenta bancaria. Sé que esto es inusual, pero créame no tengo otra opción. Puedo firmarle el documento que usted desee.

El anciano inspiró lentamente y movió la cabeza.

—Mucho me temo, señor Arias, que no puedo hablar de negocios sin antes haber definido perfectamente los derroteros. Haré algunas conjeturas y me corregirá en lo que esté equivocado: usted no puede presentarse mañana a la empresa porque sabe que lo estará esperando la policía. Usted raptó a su hijo. Su esposa le ha levantado cargos y ahora pretende huir …

Me quedé helado. ¿Cómo estaba enterado de todo eso?

—Bue... bueno —tartamudeé—. Es cierto que he tenido problemas familiares, pero eso no tiene nada que ver con mi decisión de trabajo...

—Señor Arias, no trate de hacer demagogia frente a un viejo que podría ser su padre, usted está huyendo, esa es la palabra, e intenta darle la espalda a sus problemas.

—Llámelo como quiera —respondí decidido al ver que no quedaba nada que ocultar—. Simplemente estoy tomando una decisión. Es verdad que firmé un contrato de trabajo y también es verdad que firmé un acta de matrimonio, pero después de evaluar las cosas que pierdo y las que gano tengo derecho a cambiar de opinión. Mi derrotero es así de claro: estoy decidido a pagar el precio de ese cambio de opinión.

—Muy bien —convino—, se necesita valor para hablar así. Pero tenga cuidado: usted tiene el derecho de renunciar a todo lo que desee en la vida, siempre y cuando no se olvide que eso debe ser el último recurso.

Bajé la vista. ¿Qué otro recurso me quedaba? Tal vez el anciano notó la turbación de mi ánimo porque continuó hablando con el entusiasmo propio de un maestro que ha visto la oportunidad de enseñar algo trascendente.

—La emoción más común y destructiva en los seres humanos, señor Arias, es el desaliento. Es más frecuente y causa más estragos que la ira, el odio, el miedo, la preocupación, el rencor, etcétera. Es la madre de todos los suicidios, es un monstruo letal que se esconde tras la sombra del anonimato. Usted está siendo presa de esa emoción...

— ¿El desaliento?

—Sí: desánimo, decaimiento, depresión. Ocurre cuando nos enfrentamos a situaciones aparentemente injustas. Ocurre al sopesar ilusiones, sueños, aspiraciones que no se consumaron. Ocurre al ver la actitud egoísta y cerrada de ciertas personas allegadas.

Algunos estadistas afirman que por dicha emoción siete de cada diez personas están pensando en cambiar de empleo este año y que el 80 por ciento de los matrimonios están considerando seriamente la separación definitiva. Miles de adolescentes se van de su casa diariamente convencidos de la frialdad, injusticia o autoritarismo de sus padres. La deserción escolar ha llegado a niveles alarmantes porque los estudiantes, ante profesores prepotentes, aburridos o poco estimulantes, se dejan envolver por esa burbuja pegajosa y subyugante que se llama desaliento... Es el mal de nuestros días, contador. La gente está harta de tal situación; está en el camino, pero sin muchos ánimos de seguir.

— ¿De modo que lo que me pasa a mí es algo común y corriente? ¿Cuál es la salida entonces? No me dirá que "según los preceptos de urbanidad" tenemos la obligación de quedarnos a soportar cualquier atropello con la cerviz agachada como perros.

—De ninguna manera. No hay nada más denigrante para un ser humano que dejarse humillar, tolerando abusos en silencio. Muchas mujeres soportan golpes, insultos o infidelidades "por el bien del hogar y de sus hijos". No hay actitud más absurda y tonta. La resignación en estos casos es sinónimo de cobardía. Una persona dejada inspira lástima; nadie la respeta porque ella no se respeta a sí misma. Hay millones de seres humanos en ese nivel, que se escudan con el lema de "prefiero no tener problemas" y se ven precisadas a vivir medrosamente con apatía y tristeza...

—Entonces usted me está dando la razón, una forma superior de reaccionar es respetarse a sí mismo y no dejar que las cosas sigan igual, aunque se tenga que poner tierra de por medio.
—Bueno..., sí y no —dijo el hombre con interés—. Ser inconforme es estar en un nivel más alto que ser un cobarde. Para decir "no estoy de acuerdo", aunque sea desapareciendo o incitando a otros a protestar, se requiere un cierto grado de gallardía; sin embargo, es cierto que, en este segundo nivel, hay una gran cantidad de gente, mucho mayor que en el nivel anterior, con la compulsión neurótica de maldecir todo. Andan de un lado a otro, nunca están a gusto, se la pasan quejándose, intrigando, propagando chismes e ideas negativas, se la pasan huyendo y regresando, traicionando a unos y a otros. Es un tipo de gente que se encuentra en todos lados: que saca el dinero del país cuando hay crisis, que busca aventuras amorosas cuando discute con su cónyuge, que cambia impulsivamente de empleo o de ciudad con tal de no seguir soportando las cosas que le desagradan. Son infantiles crónicos. Cuando tienen la sonaja por la que lloraban la dejan caer, olvidándose de ella, y lloran por la pelota. Ese es el mecanismo de la perdición. Creen que el patio del vecino es más verde, que su coche es más rápido, sus hijos más nobles, su trabajo menor...

No supe qué contestar. Esa descripción era mi auténtico retrato.

—Si usted se mueve en ese estrato —continuó como si hubiese adivinado mi pensamiento—, sepa que hay otro grado mayor al que debe aspirar. Ese tercer horizonte es característico de los próceres, de los grandes hombres de la humanidad, de la gente especial que trasciende, que deja huella. Me refiero a LOS INCONFORMES QUE SE QUEDAN A TRABAJAR. ¿Sabe usted que muchos de los caudillos de la Independencia de todos los países pudieron, para no vivir inmersos entre tanta corrupción y dolor, irse a una tierra más tranquila? No fueron cobardes que toleraron la humillación, pero tampoco inconformes anónimos que hicieron daño escondidos entre los demás o que salieron huyendo para no ser afectados. Pensaban como los grandes: LOS INCONFORMES QUE SE QUEDAN A TRABAJAR... Personas que hacen historia, que son las piedras angulares de la humanidad. ¿Usted sabía que Ghandi estudió leyes y aunque pudo quedarse en Inglaterra a disfrutar la plácida vida aristocrática de los abogados prefirió volver a la India a exponer abiertamente sus inconformidades y a trabajar para su país? Quien alcanza este nivel es alguien que entrega su existencia a aquello que le pertenece... Entiéndalo, es muy claro: los grandes hombres no abandonan su ciudad porque hay epidemia; se previenen, protegen a los suyos, pero se ponen a trabajar, a ayudar, a conseguir víveres...

Cerca del río Indo había un persa llamado Alí Hafed. Era dueño de una enorme hacienda en la que vivía cómodamente con su familia. Sin embargo, el hombre, aunque rico, sentía que su existencia carecía de sentido y tenía el legítimo deseo de superarse aún más...


Un día cierto viajero le mostró un diamante y le dijo cuánto valía. El hombre rico obsesionado con la idea de volverse multimillonario vendió la granja, dejó a su esposa e hijos encargados temporalmente con un familiar y salió en pos de su anhelo.

Alí se gastó cuanto dinero tenía buscando diamantes en todas las playas y ríos de arenas claras, hasta entonces conocidos. Ya en la miseria volvió anónimamente a su ciudad después de varios años pero su familia se había mudado.

Como un vagabundo fracasado, desalentado y perdido, se adentró en el mar y se suicidó...
Lo verdaderamente trágico de la historia es ésto:

El hombre que compró la granja de Alí Hafed, una mañana que estaba dando de beber a sus camellos en el arroyo que pasaba por su terreno, vio una piedra negra que emitía un destello de luz. La limpió y descubrió un cristal precioso. Escarbó en las aguas del riachuelo y casi a flor de piso halló gemas más hermosas y grandes aún. 

De esta forma y en ese precioso lugar, se descubrió el yacimiento de diamantes más grande del mundo: La mina "Golconda". Las gemas más maravillosas que se han hallado provienen de la que fue la granja despreciada de Alí Hafed."


Jamás sabremos el tesoro que tenemos en nuestra casa hasta meternos de cabeza a luchar por ella. Si ese hombre se hubiese decidido a trabajar ahí, en el lugar que Dios lo había puesto, en vez de abandonarlo todo e irse a probar fortuna a otras tierras, su final hubiese sido muy distinto. Que no le pase a usted lo mismo. Cambiar no significa progresar. Apréndase esta frase: "Dios bendice a los hombres que progresan sin cambiar su esencia". Hay muchos trabajos y países. Usted puede dedicarse a probar todos ellos, pero créame, no hallará nunca lo que busca hasta que elija uno, lo trate como SUYO y en él apueste el todo por el todo... De la misma forma, entienda: hay muchas mujeres, pero hay sólo una que de algún modo le pertenece a usted y a quien de algún modo usted le pertenece... Es cierto que puede abandonarla si le da la gana, pero no lo haga sin antes haber puesto todo el empeño que es posible poner para hallar la mina de diamantes que hay en ella.

Miré a mí alrededor. Sentí que me faltaba el aire. Nunca había interpretado las cosas desde ese punto de vista. Era tan confuso. Yo ya había tomado una decisión; y ahora estaba ahí sentado como un niño regañado que no sabe lo que debe hacer.

—Eso suena muy bien —articulé entre dientes—, pero ¿qué pasa cuando tenemos que vivir en la cotidianidad de los días con gente arrogante, violenta, difícil? ¿Cómo se puede luchar por una familia o por un trabajo si hay incompatibilidad de caracteres entre las personas?

—Muy buena pregunta. Y la respuesta es igualmente buena y útil. Hay una constante natural en las relaciones humanas que yo llamo la "LEY DE LA SEMEJANZA" y es ésta: 'TODOS LOS MIEMBROS DE GRUPOS DE CONVIVENCIA CERCANA TIENDEN A PARECERSE ENTRE SÍ". Eso significa que tarde o temprano las personas comienzan a adaptarse a la forma de ser de los demás individuos con quienes residen.

Fuente: Extracto de "La última oportunidad" de Carlos Cuauhtémoc Sánchez.