Cómo cambiar el diálogo interno

Cómo cambiar el diálogo interno



Demasiado a menudo aceptamos los primeros mensajes que recibimos de nuestros padres. Escuchamos cómo nos decían «Cómete las espinacas», «Limpia tu cuarto» o «Haz tu cama», e interpretamos que debíamos hacerlo para que nos amaran. Entendimos que sólo éramos aceptables si hacíamos ciertas cosas–, que la aceptación y el amor eran condicionales. Sin embargo, se trataba del concepto de otra persona sobre lo que era digno, y no tenía nada que ver con nuestro propio y profundo valor personal. Nos quedó la idea de que sólo podíamos existir si hacíamos esas cosas para agradar a los demás; de otra forma no teníamos ni siquiera el permiso para existir. 

Estos primeros mensajes contribuyen a configurar lo que yo llamo diálogo interno, es decir, la forma en que nos hablamos a nosotros mismos. El diálogo interno es muy importante, porque constituye la base de nuestras palabras habladas, crea el ambiente mental según el cual vamos a actuar y determina la clase de experiencias que atraeremos. Si nos despreciamos o subvaloramos, la vida va a significar muy poco para nosotros. En cambio, si nos amamos y valoramos, entonces la vida puede ser un don precioso, un maravilloso regalo.


Si somos desdichados o nos sentimos frustrados o insatisfechos, es muy fácil echar la culpa a nuestros padres o a los demás. Sin embargo, cuando lo hacemos, nos quedamos atascados en esa situación, en nuestros problemas o frustraciones. Las palabras de culpa no nos proporcionan libertad. Recuérdalo, hay poder en nuestras palabras. Lo repito, nuestro poder proviene de hacernos responsables de nuestra vida. Ya sé que eso de ser responsable de nuestra propia vida suena un poco intimidante, pero es que en realidad lo somos, tanto si lo aceptamos como si no. Y para ser ver­daderamente responsables de nuestra vida, tenemos que hacernos responsables de nuestra boca. Las palabras y frases que decimos son una prolongación de nuestros pensamientos.

Extracto de El Poder está dentro de tí- Louise L. Hay